-Ya casi hemos llegado.
Alzó la cabeza hacia el luminiscente reloj de aquél coche. La una de la madrugada. A su izquierda, Alicia corría como una loca por la autopista, sin saber ni si quiera como frenar.
-¡Me matan, me matan, me matan! -gritaba sin parar, mirando aquél gran reloj-. Esta vez sí que me matan.
El lobo, en el asiento de detrás, se reía mientras las tazas de té le temblaban entre las patas. Intentaba tranquilizarla, pero no podía aguantar la risa. La niña, simplemente, miró por la ventanilla. Apoyada como estaba sobre ésta, le fue imposible reaccionar cuando la puerta se abrió de golpe y el aire la arrancó de su asiento. El agua estaba congelada.
Quedó suspendida varios segundos en el vacío que era la nada, flotando en aquél mar de aguas verdes dónde no se veía nada más que el reflejo de la luna. Cuando consiguió reaccionar y sacar la cabeza, era el sol el que se imponía en el firmamento.
Caminó, sintiendo el agua rozando sus tobillos a cada paso, junto con algún pececillo temerario que se atrevia a colarse por sus calcetines. Se los quitó cuando llegó al banco. Prefería dárselos a los pececillos para que jugaran al escondite, ya que a ella le daba miedo perderse. Se sentó en el banco y esperó. El coche color plata volvió a aparecer, con una Alicia toda despeinada, el maquillaje corrido y una sonrisita de satisfacción. Al lobo le habían arrancado la parte central de su camisa.
-¿Subes? -le preguntó éste desde el asiento del piloto.
-No, gracias. Tengo que esperar
la.
Él negó con la cabeza y arrancó, salpicándo a la niña, que seguía sentada en el banco, completamente seca. Sus pies eran lo único mojado. Sus pies, que se movian alante y atrás dentro del agua. Y las vías del tren empezaron a temblar.
El Orient Exprés llegó con mucha fuerza, dejando ir pequeñas nubes de algodón por la chimenea principal. En el tejado, seis leones y un monstruo. Sonreían con sus afilados colmillos y moviendo sus largos bigotes. Charlie le tendió la mano. Ella se negó. Salió corriendo. Quería estar en cualquier otro sitio.
Así que vio la valla de la casa de don Severino, saltó los setos y tropezó con el escalón. Pero le daba igual. Entró corriendo por la puerta principal, saltando los cables de la luz y subiendo hasta la habitación de los padres. Se estiró en aquella cama que hacía treinta años nadie ocupaba y se durmió.
Cuando despertó, estaba en medio de la nada. Por las persianas completamente abiertas se filtraba la luz de las nubes y el cielo. No había ningún sonido más allá de su respiración entrecortada y los acelerados latidos de su corazón aterrorizado. Salió a la terraza. Más allá de aquella pequeña habitación no habia
nada.
Volvió dentro y se puso su gorro color rojo en la cabeza, sin quitarse el pijama azul de ositos. Se acercó al espejo, viendo una Cath en él reflejada. Pero era Cath, y era Niku, que a la vez era Shann. También era aquél chico tan alto, de cabello oscuro e intensas alas color del fuego. Y era tantas otras personas de poca importancia. Y debajo de todas aquellas personalidades y apariencias, tan sólo estaba ella, asustada.
Pero no pensaba esperar más. Cogió varias sábanas, todas las que pudo. Las ató y anudó, las preparó y, en menos de diez minutos, saltó por el balcón. Las sabanas no tardaron en inflarse de aire y hacer que la caida fuera más suave. Mentira; empezaron a rajarse una tras otra hasta que no quedaba nada a lo que poder sujetarse.
Y cayó. Cayó hasta impactar sobre la hierba y los narcisos, y se hundió en la tierra para seguir cayendo. No había nada que la pudiera detener. Nada, absolutamente
nada.